La nobleza valenciana medieval fue, desde su inicio, muy diferente a otras peninsulares, ya que tuvo su origen en la conquista, donde su principal papel fue militar, pero cuando no existió el enemigo común al que combatir, esa beligerancia se canalizo hacia el interior, en forma de hechos violentos protagonizados por los bandos nobiliarios. Los factores de inestabilidad fueron fundamentalmente las tensiones por el control territorial y las disputas por la hegemonía política o militar, llevadas a cabo entre oligarquías locales agrupadas en facciones rivales. Estos enfrentamientos se produjeron en todo el territorio valenciano, pero fue en la ciudad de Valencia donde los cobraron mayor virulencia y significación debido a la proyección política y social de sus protagonistas y a la mayor concentración de nobles en la capital.
Jaime I, para eludir las pretensiones de la nobleza, creo un nuevo equilibrio en las relaciones de poder, potenciando el papel de los municipios y especialmente de la capital, que extendió a todo el reino su denominación, su código municipal, sus privilegios y su sistema de gobierno. El crecimiento del Cap i Casal del Regne y el ascenso del patriciado urbano, impusieron una política mercantil y monetaria que dejo poco espacio a la nobleza terrateniente, que veía como sus ingresos mermaban y sus gastos crecían por el mantenimiento de una imagen social. Dicha nobleza, convertida en clase urbana, medro en los negocios junto a mercaderes, emparento con familias burguesas, ocupando cargos en la administración real y sobre todo participo del gobierno municipal; pero sin perder su espíritu belicoso ni el orgullo de clase y linaje, el cual defendió con las armas como una forma de preeminencia social.
Además, la nobleza fue una clase muy privilegiada dado que la legislación foral y municipal fue muy indulgente con ellos, impidiendo a la justicia su encausamiento. Apenas hay constancia documental de penas capitales entre nobles encausados, y si se aplicaba la pena de prisión, no era la prisión común, sino en sus propias residencias, y en el caso de serlo en la torre, eran aislados del vulgo. Ante la imposibilidad de otra tipología punitiva, recibían reproches diplomáticos y sanciones económicas, que constituían un negocio doble ya que culpable pagaba y la ciudad o el rey se beneficiaban de su dinero. La impunidad tenía un precio solo al alcance de la nobleza, pues hay que recordar que estas “multas” constituían parte de los ingresos ordinarios del Patrimonio Real (esdeveniments o tasas obtenidos de la práctica diaria de la justica).
Dicho protagonismo urbano de la nobleza se inició con Alfonso II el Benigno, de carácter débil, con la promulgación en 1330 de la Jurisdicción Alfonsina (el fuero de Aragón y el de Valencia coexistían desde la conquista), en la que el fuero valenciano permitió la proliferación de nobles, aún sin ser de origen noble; lo que hizo que muchos se acogieran a dicho fuero ennobleciéndose.
Así la alta nobleza se constituyó pronto jerarquía y nacieron “los bandos”, que se articulaban en torno al “Cap”, o jefe que delegaba en “els principals”, generalmente nobles unidos por lazos de “parentesch”. A estos se sumaban “els valedors”, o gente de nobleza menor que buscaban medrar al lado de los grandes; estos se servían de honrats, cavallers, ciutadans y menestrals, que contaban con el “auxilium”, de los mossos, macips y escuders. Los diferentes linajes valencianos se agrupaban en dos grandes bandos: el capitaneado por los Vilaragut, secundados por los Boïl, los Soler, los Ximénez d’Urrea, los Romaní, los Vila-rasa, etc. y el encabezado por el obispo Jaume d’Aragó y más tarde los Centelles, acompañados por los Castellà, los Vilanova, los Maça, los Montagut, los Pròixita, los Valdaura, etc.
Los dos bandos protagonizaron en 1373 el primer gran enfrentamiento, entre Berenguer de Vilaragut y el obispo Jaume d’Aragó y más tarde en 1379 entre Berenguer de Vilaragut y Eiximén Pérez d’Arenós; tales fueron las disputas que San Vicente Ferrer tuvo que mediar para conseguir una tregua en 1382. En los años siguientes el conflicto alcanzó trascendencia política al vincularse a la crisis entre el rey Pedro el Ceremonioso y el infante Juan, heredero al trono; apoyados respectivamente por los Vilaragut y por los Arenós. Pero fue durante el reinado de Martin el Humano (1396-1410) cuando se alcanzó la máxima tensión ya que casi toda la población de la capital, desde nobleza, hasta los comerciantes, se encontraban adscritos a una u otra facción, encabezadas ahora por los Soler y por los Centelles. La muerte de Pere de Centelles en una pelea callejera en 1398 fue el detonante de una guerra de bandos que costaría la vida al cabecilla rival Jaume Soler y culminaría en una verdadera batalla campal en Llombai, en 1404, saldada con la derrota de los Centelles. Los desórdenes continuaron en la capital donde los bandos se repartían el control de las instituciones: mientras que la Generalitat estaba dominada por los Centelles, los Soler contaban con las simpatías del gobernador, Ramon Boïl, asesinado en 1407 por sus rivales.
Tres años después, la muerte sin heredero de Martin el Humano provocaría un gran vacío de poder que sería aprovechado por los dos bandos para reforzar sus posiciones y para influir en la elección del sucesor al trono. Los Centelles partidarios de Fernando de Antequera contra los Vilaragut partidarios de Jaime II de Urgel. Con su acceso al trono, el nuevo rey Fernando, recompensó a los Centelles nombrándolos mariscales de la Corona y condestables de Aragón. Alfonso el Magnánimo confirmo estos privilegios, nombrando a Francesc Gilabert de Centelles Virrey de Cerdeña; pero Serafín de Centelles tuvo una serie de enfrentamientos con el Consell de la Ciudad y con la Generalitat, lo cual fue aprovechado por el rey Fernando el Católico para hacer recaer en la monarquía el derecho a nombrar cargos y así diluir la preponderancia de los nobles en el gobierno de la ciudad y del reino.
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