Durante una época convulsa como fue el s. XIV, surgieron en Valencia una serie de mujeres que adoptaron una manera original a la vez que ascética de vivir su existencia terrenal, acogiéndose al Voto de Tinieblas o Emparedamiento; dichas mujeres fueron conocidas como Las Emparedadas o Muradas, de la iglesia donde se situase su retiro (San Andrés, Santa Catalina, San Esteban, la Santísima Cruz, etc.), alcanzando fama en nuestra ciudad; aunque también hubo otros emparedamientos, no tan conocidos, adosados a obras públicas como puentes, murallas, conventos, edificios particulares, etc. diseminados por toda la ciudad y ya desaparecidos, que antiguos cronistas documentaban.
La práctica del emparedamiento, como forma punitiva, es muy antiguo y se usó desde la Antigüedad; en la antigua Persia era la condena para los ladrones y en Roma se aplicaba a las Vestales que perdían la virginidad. También fue una forma de castigo muy frecuente durante la Alta Edad Media, pero la novedad fue su sometimiento voluntario (con autorización de familiares o superiores) como una forma de vida ascético-penitente. Dicha práctica fue una forma de misticismo radical, que nacida en la Alta Edad Media, se revitalizo en el s. XIV, alcanzó su punto culminante en el siglo XVI y se prolongó hasta el inicio del s. XIX, pese a su prohibición por las autoridades eclesiásticas. Se trato de una forma de retiro espiritual voluntario en el cual las mujeres se encerraban de por vida en un pequeño cubículo donde apenas penetraba la luz, para dedicarse a la oración y a la contemplación mística.
Estos reducidos espacios, en su mayoría de obra nueva, se construían aprovechando algún pequeño muro saliente o hueco en las paredes de iglesias o monasterios. Solían ser estrechos cubículos con pequeño un banco de piedra, apenas iluminados por un tragaluz, en el mejor de los casos tenían dos ventanas opuestas, una al exterior para recibir alimento y otra a la iglesia para seguir los oficios litúrgicos. Las mujeres se sometían voluntariamente, mediante una ceremonia pública en la que se reproducía el ritual de un entierro, subsistían con una parca comida, suministrada a través de una diminuta rejilla y con escasas ropas, sabiendo que morirían allí (frecuentemente de infección). Lo más común era que la misma emparedada -o su familia- sufragase previamente los costos de una vida que podía durar décadas con pagos en efectivo o mediante la donación de bienes, etc.; otras vivían de la caridad, y alguna de ellas desistía de su enclaustramiento con el paso de los años o se les hacia desistir por motivos de salud.
La idea surgió siglos atrás, cuando en los primeros años del cristianismo apareció la figura del “asceta” que se retiraba voluntariamente de la vida en sociedad para vivir en soledad en el desierto renunciando a las comodidades materiales y a los placeres mundanos para vivir una vida de privación, ayuno y oración, estando así más cerca de Dios. San Antonio Abad, en el s. III, es considerado el primer asceta, seguido de otros como San Pacomio, Basilio de Cesarea, Gregorio de Nacianceno, Eusebio de Vercelli, Simeón el Estilita, etc. Dicha tradición fue continuada durante más de 1000 años a través de los monjes reunidos en comunidades bajo distintas reglas en conventos y monasterios, erigidos en bellos parajes naturales; llegando al s. XIV como nueva forma de espiritualidad urbana femenina. Este “nuevo” ascetismo fue motivado por una religiosidad popular impregnada de fanatismo y temor al infierno que encontró en esta práctica penitencial un acto voluntario de aquellas que deseaban la mortificación del cuerpo como vía para llegar a la santidad. Esta vida aislada hacía intocable e inviolable su cuerpo, ya que sólo se comunicaban con el exterior a través de una ventana; dicho emparedamiento no sólo las protegía del peligro físico, sino de ser acusadas de herejes o brujas, puesto que por su condición de ascetas podían dar …opinio gratis et amore…, es decir aconsejar, instruir y opinar libremente sobre asuntos transcendentes y mundanos sin ser religiosas ni caer en herejía.
Pero con el correr del tiempo fue el abuso de esta forma de vida la causa de que en 1566 el arzobispo D. Martin López Ayala prohibiese estos emparedamientos; aunque pese a ello siguieron vigentes, pero sujetos a visitadores nombrados por el Tribunal Ordinario y disponiendo que no se celebrasen misas en los encierros, ni aún in artículo mortis. Consecuencia de este veto fue la creación de beaterios, es decir espacios reducidos que podían congregar un pequeño número de emparedadas y que solían estar sujetos a alguna Orden Religiosa que procuraba una mayor asistencia corporal y espiritual. Algunos años más tarde el emparedamiento individual volvió a funcionar en toda la ciudad con el beneplácito de las autoridades eclesiásticas y subsistió hasta el inicio del s XIX con la invasión francesa, que conmociono y cambio la religiosidad peninsular aportando las nuevas ideas racionalistas. Por ello y ante este cambio de espiritualidad las «emparedadas» tuvieron que expresar su misticismo de otra manera, agrupándose en las llamadas Ordenes Terciarias o Comunidades de Doncellas y Viudas Laicas.
El Voto de Tinieblas no fue algo privativo de la ciudad de Valencia, pues las hubo en muchos otros lugares de España como Burgos, Jaén, Córdoba, Granada, Astorga, Alicante, Salamanca, etc. Y en Europa en ciudades como Lisboa, Génova, Paris, Viena, Roma, etc. Existen todavía en nuestra ciudad numerosos lugares y testimonios que recuerdan esta forma de vida, pero sin duda fue la iglesia de Santa Catalina una de las iglesias favoritas de las emparedadas, cuya antigua torre estaba situada en la fachada de la iglesia (actual Plaza Lope de Vega) y en cuyos salientes se emparedaban dichas mujeres en pequeñísimas celdas para vivir de las limosnas; las hubo también en la parroquia de San Andrés, en San Lorenzo y en los muros de San Esteban. Entre las emparedadas fueron famosas Sor Madalena Calabuig, sor Martina Frauca y sor Esperanza Aparisi, que estaban en la Iglesia Parroquial de San Lorenzo; Inés Pedrós Alpicat, conocida como Inés de Moncada; Juana Zucala en el monasterio de la Misericordia, donde el Patriarca Juan de Ribera estableció a las monjas agustinas de Santa Úrsula; Margarita Agullona, monja franciscana, cuya religiosidad admiraron muchos santos; Angela Genzana de Palomino, que durante más de 30 años estuvo en San Esteban hasta que la ruina amenazaba la parte del templo donde ella estaba y tuvo que abandonar su reclusión, etc,etc,…
De todas ellas, haciendo una lectura más actual, en clave feminista, podemos decir que fue la búsqueda del magisterio y de la expresión pública visible lo que las llevó a separarse del orden establecido, renunciando a la sociedad en una muestra de rebeldía, con una vida inventada por mujeres y para mujeres.
© FernandoC.